Con la polémica por los problemas personales de Tiger Woods hay quienes empiezan a confundir su dimensión personal con la deportiva. Discutiendo con varios compañeros sobre el tema siempre utilizo el argumento de que el mejor deportista del siglo XX, y de lo que va del XXI, vamos, el mejor deportista de la historia ha de ser juzgado por eso y no por sus escarceos sexuales.
¿Razones en defensa de mi argumento? Los números, apabullantes: con 33 años su palmarés incluye 71 torneos de la PGA y 14 grandes, a sólo cuatro de los 18 del mítico Jack Nicklaus y con años por delante para batirle.
Pero eso no es suficiente. Tiger, sobre todo a raíz de su estratosférica victoria en el U.S. Open de 2000 en Pebble Beach ha redefinido los principios del golf, ha cambiado el juego de arriba a abajo, ha obligado a rediseñar materiales y campos y ha contribuido como nadie en la historia a la universalización de un juego. AP le he nombrado este mes deportista de la década. Un reconocimiento más.
Sin olvidar, claro está, la multiplicación enorme de los beneficios o la dimensión física que le ha dado al deporte. Y todo eso con una perfección técnica y una capacidad de decidir en momentos clave que ni siquiera creo que Michael Jordan, quizás el que más cerca se encuentre en méritos, pueda igualar.
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